CAMILLE EN LA ATALAYA DEL FIN DEL MUNDO
Casa
Malaparte, Capri, 1937-40.
Curzio Malaparte y Adolfo Amitrano
El cine, como la arquitectura, son disciplinas en las que
producir obras de arte requiere una importante inversión económica. Por eso,
una de las cosas que arquitectos y cineastas tienen en común es que deben de
tener algo de tahúr: necesitan que alguien ponga el dinero necesario para poder
materializar sus ideas.
El tahúr Jean Luc Godard, en su película Le Mepris, de 1963, no vacila en
utilizar varias cartas trucadas para poder contarnos durante hora y media, a
través su alter-ego, el personaje de Paul (Michael Piccoli), sus angustias de
intelectual comprometido pero que debe venderse al capital para poder vivir en
un apartamento con bellas vistas. Entre estas cartas hay un jack (Jack Palance,
que hace de adinerado productor americano), un rey (el director de cine Fritz
Lang, que aparece en la película interpretándose a sí mismo), una reina (Camille,
el personaje al que Brigitte Bardot aporta sus curvas) y un as: la casa
Malaparte en Capri. Barajando estas cartas, Godard consigue un truco de magia
extraordinario: el tedio que provocarían las pedantes reflexiones de Paul
desaparece, y en su lugar quedan unas imágenes de abrumadora belleza, que nos
llevan en volandas hasta el trágico final de la película.
Las escenas de Le
Mepris que transcurren en la casa Malaparte hacen justicia al carácter
único de esta casa, que, como muy bien señala Edward Weston, está fuera del
tiempo y de cualquier narración convencional de la historia de la arquitectura.
Su privilegiado emplazamiento, en uno de los promontorios rocosos de Capri, es más
propio de un puesto de vigilancia militar que de una casa.
Aunque Adalberto Libera hizo unos planos iniciales para la
casa, su forma definitiva debe atribuirse a su dueño, Curzio Malaparte, y a su
constructor, Adolfo Amitrano, con la colaboración de Rulli, embajador de
Mussolini y amigo del escritor, cuya influencia facilitó el permiso de
construcción en una zona no edificable.
Le mepris. Jean Luc
Godard, 1963. Fotogramas de la película.
Kurt Suckert, de padre alemán y madre italiana, cambio su
nombre a los veintiocho años por el de Curzio Malaparte, para ser un nuevo
hombre fascista. En su libro Técnica del
golpe de estado se atrevió a criticar a Hitler y a Mussolini, fue exiliado
y, más tarde, colaboró con la resistencia italiana y acabó sus días como comunista
maoísta y católico.
Sobre la “Casa come me” (Una casa como yo) de Malaparte ha
escrito casi todo el mundo, incluido el propio escritor, que en su novela La Piel cuenta una supuesta visita del
mariscal Rommel a la casa. Cuando el militar alemán le pregunta si ha construido
él mismo la casa, Malaparte responde que la ha comprado ya hecha, pero que ha
diseñado el paisaje.
Es una casa cuyo diseño parece subordinado a un único objetivo:
la inmersión en la naturaleza, que, para Camille en Le mepris, se traduce en tenderse desnuda a tomar el sol en una
terraza sobre el Mediterráneo, envuelta por el mar como en la cubierta de un
barco, pero sin antepechos ni barandillas.
Para llegar a esa terraza hay que ascender por una
extraordinaria escalera de 33 peldaños. La escalera de la iglesia de Lipari, en
la que se inspiró Malaparte, sube a un templo cristiano. La de su casa de Capri
sube también a otro templo, pagano, sin paredes ni techo, cuyas sacerdotisas
son las sirenas que llegan nadando desde su roca cercana, y cuyo tamaño es
inconmensurable porque está situado en el borde de la nada.
Demasiadas emociones. La inmersión en la naturaleza que
provoca la casa Malaparte es excesiva, y llega a resultar abrumadora. La naturaleza,
versión Capri, con acantilados que penetran en el mar, impone su presencia de
tal forma que las personas quedan empequeñecidas ante su grandeza. En la casa
Malaparte, como ocurre en el cuadro Rocas
cretáceas en Rügen, de Caspar David Friedrich, contemplar el mar desde un
punto de vista muy alto nos hace cobrar conciencia de su inmensidad.
Al final, la arquitectura no puede competir con el mar, el
sol y las rocas, y por eso los desconchados de la pintura roja de la casa
Malaparte que vemos en Le mepris,
filmada cuando la casa estaba sin restaurar, añaden intensidad emocional al
drama de pareja de Camille y Paul, al revelar el fracaso de la obra de los
hombres para resistir frente a una naturaleza insensible al paso del tiempo.